Hace algo más de un año, mi Doppelgänger Irina Mjp y yo viajamos a Irán. Quedamos tan profundamente conmovidos por el país y sus gentes que escribimos un breve artículo para un fanzine de nuestros queridos amigos de Ferrol, CGTH, acerca de cómo se vive allí la música. Hoy más que nunca queremos rescatarlo y compartirlo con todos vosotros. Todo nuestro apoyo y amor al pueblo de Irán.
Ecos de otro tiempo
No necesité más de medio día desde que puse un pie en Teherán para sacudirme los prejuicios. Bastó dar un paseo de reconocimiento para encontrarme con una ciudad moderna, vibrante y acogedora. Era festivo y las calles bullían. Ni rastro del perverso país que me habían vendido.
Irán es de esos lugares que cuando se visitan, reconoces enseguida su maltrato. Vilipendiado y difamado, víctima hoy de sus propios ricos recursos, ni todas las mujeres viven encerradas bajo el velo ni todos los hombres aspiran a ser muyahidines. Tomar un chai con cualquier iraní es suficiente para darse cuenta de que la cuna de las civilizaciones clama deseosa por abrirse al mundo.
Este país en el que nada es lo que te habían contado, no solo impresiona por sus paisajes lunares, su arquitectura milenaria o su sempiterna hospitalidad. Tras unos días viajando, descubrí que la manera en la que entienden y viven la música los persas en una pieza fundamental para entender su cultura.
La globalización es una realidad y la música no iba a ser menos. Cuesta encontrar un rincón del mundo en el que no suene Enrique Iglesias, Shakira o La Macarena. Irán, pese a todas sus restricciones y bloqueos nacionales e internacionales, tampoco es la excepción ya que, gracias a Internet, donde se cierra una URL, se abre una VPN.
La particularidad aquí es que además de consumir la misma música chatarra que nos atosiga, existe un sentimiento de vinculación a las raíces muy fuerte. Los persas son sin duda un pueblo orgulloso de su patrimonio cultural, y esto se nota especialmente en sus reuniones casi diarias en cafeterías y librerías donde gente de todas las edades lee, recita y debate sobre Hafez o Sa´di. Los héroes nacionales resultan ser poetas, no futbolistas.
Pese a que las actuaciones en lugares públicos están restringidas, sientes que la música está por todas partes. Es habitual encontrar gente que toque uno o varios instrumentos o caminar por un bazar y escuchar las hipnóticas melodías micro tonales del setar o el santur, como ecos de otro tiempo. Es de hecho esta música, aunque nos lleve mil notas de ventaja, la que enlaza nuestros pasados árabes en común y nos estremece con su familiaridad.
En Isfahan, la ciudad que llaman la Perla de Oriente, cada atardecer los puentes se llenan de cánticos. Bajo los múltiples arcos del Khaju, se reúnen jóvenes y ancianos que se jalean unos a otros en un ritual de cantantes improvisados, imitando la cadencia de Homayoun Shajarian o Mohammad Reza Shayarián. Esta vez, el paralelismo con nuestro flamenco no puede ser más evidente.
A pocos metros del río, me topo con el Museo de la Música de la ciudad. Allí conocí el tar, ancestro de la guitarra o el kamancheh, precursor del violín. Con más de 300 instrumentos nacidos en las húmedas tierras del Norte o los desiertos sin tregua del Sur, el museo es un recorrido por la historia del país. Sus fundadores, un grupo de jóvenes músicos locales, luchan por inmortalizar este patrimonio y sirven de guías en este oasis donde todo puede verse y tocarse.
Nada más subirme en el taxi que me lleva de vuelta al aeropuerto, el conductor cambia rápidamente la música radif y pincha un viejo CD donde suena desde Rihanna a Chayanne e incluso Chimo Bayo. Quizá quiere obsequiar a su invitado con esa música random. O quizá esté guardando su tesoro solo para él. Yo me inclino más por la segunda.